lunes, 8 de marzo de 2010

Sinestesia

Me encontraba maquinando colores desabridos en la tempestad de mi dolor. Herido con un dardo maloliente, pútrido, podía oír como mi corazón se desgarraba. La tibia sangre iba abandonando mi cuerpo y mi cabeza seguía perdiendo color. En eso de mi alrededor, o de mi mente, se oyó una bella dama cantando con dulce proceder, como el olor de un millón de rosas, suavizando el ardor de mis heridas por medio de sonidos celestiales. Su mirada se sentía penetrante, terrible y hermosa. Las heridas comenzaron a sanar, cuando me miró, cuando me tocó, sentí morir, pero por fin supe, por fin viví.

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