Acompañaba a un amigo o compañero (no estoy seguro) a un viaje de placer o de negocios (tampoco lo sé). Íbamos hacia el sur del país y en una carretera desolada, de esas de un solo carril en cada dirección y nada más que desierto alrededor. Nuestro carro no era nuevo, y paramos de pronto, creo que se me hizo normal al pensar que pudo haber una falla mecánica. Nos bajamos del vehículo y llegó otro, una pick up blanca, descuidada.
Entonces estaba yo en cunclillas, un tipo con sombrero a mi derecha y otro tipo con sombrero enfrente (también en cunclillas), y el dueño del vehículo en el que antes viajaba con las manos levantadas y un arma pesada apuntándole. En mis manos había una ametralladora grande y pesada y apuntaba al primero y luego al segundo, gritos fueron y vinieron a una velocidad impresionante:
- ¡Que suelte el arma!
- ¡Suéltala! - Me dijo la única voz familiar
- ¡Me está apuntando! ¡Que la suelte ya!
- ¡Se está parando! - Alcancé oír gritar al de mi derecha
Y lo siguiente que supe fue que me estaban atacando y ráfagas de balas silbaban a mi alrededor. Empecé a regresar el fuego lo más pronto que pude pero me di cuenta que fue demasiado tarde cuando mi hombro/pecho izquierdo detuvo la trayectoria de cuatro proyectiles pesados y calientes.
Me impulsé hacia atrás del carro y recargué mi herido ser en la terrosa llanta buscando un momento de alivio para mi agitada respiración. Quise regresar al combate pero mi cuerpo no me dejó, y el fútil intento solo provocó que me encontrara acostado, tosiendo y débil. Pude escuchar una negociación entre mi acompañando y mis asesinos: al parecer habían perdido interés en mi.
- ¿Qué tan herido estaré? - Me pregunté
También reflexioné momentáneamente sobre lo interesante que era que en ese último momento me encontrara solo con mi ser, y que incómodo era platicar conmigo mismo después de tanto tiempo de no hacerlo. Recordé que con mi experiencia como cazador podría saber la magnitud del peligro que corría de partir de éste mundo con un simple vistazo a la sangre había derramado.
Hasta ese momento no había podido entender porqué Homero llamaba a la sangre "negra", si siempre se ha sabido que es roja. Pues mis dudas fueron resueltas, tragué saliva al ver el charco de líquido gelatinoso, semi-cuajado, casi palpitante, de fuerte olor, que se encontraba debajo de mi. Había una pequeñas gotas violentamente rojas que llameaban en tonalidades de rojo más oscuro, algo de tierra y negro, un negro que hizo que mi alma cayera hasta mis pies.
Intenté reincorporarme una y otra vez, pero no lograba más que emitir unos leves quejidos que muy apenas yo podía oír. Me estaba dando por vencido, con mi vista fija en el horizonte vertical, cuando escuché el accionar de la llave de la camioneta y las llantas rechazar el pavimento, hasta que el ruido del motor desapareció en un eco sordo a lo lejos. Luego el silencio.
Y luego los cascos de un caballo que se acercaba hacia mi cuerpo y lo que quedaba de mi alma en él. Quizá mis asesinos no se habían olvidado de mi. Con un nuevo deseo de vivir logré levantar la cabeza apoyando lo que pude de mi cuerpo contra la llanta, para cuando llegó sobre un marrón equino un hombre gordo, asombrerado y bigotudo que no tardó en pararse, apuntar entre mis ojos y tronarla. Y sin mirar a su objetivo, partió sin decir nada, ignorante de que la bala pudo detenerla una placa que puse entre su jeta y mi cara.
Entonces me encontraba, moribundo y desahuciado, sobre el carro de mi amigo (o a quien acompañaba), buscando un lugar donde pudieran alejar a la muerte, un hospital, pero ¿cómo? ¡si yo no tengo seguro!